Ángel Prieto Prieto, Sera
Revista
Veleílo
Es un relato onírico, escrito en una noche de calentura, donde aparecen
esparcidas por el texto algunas de las alborás que se
cantan la madrugada del día 20 de enero
en Piornal (Cáceres). Es probable que
leídas así no os digan nada. De modo que
os propongo un trato: quitad todo el contexto, lo que sobra. Dejadlas solas,
sumadlas después, y sentiréis
multiplicadas las emociones. Suena
el viento en el álamo. Y suenan las
voces del agua que a borbollones escapa por los cuatro caños de la fuente. Y se
oye, también, el grito rasgado de los restos de nabos, testigos maltrechos de
la batalla de la tarde que, esparcidos por el suelo, agonizan al ser aplastados
por el gentío que poco a poco va llegando a Al
otro lado, una fiel devota (madre, esposa, novia) porta entre sus manos una vela cuya llamita,
zarandeada por la brisa, se pasea por la cara del oferente dibujando un
semblante serio, concentrado. Cerca, cerca, “el niño que repite”, la voz suelta de la
polifonía. Pegadas a él, las mujeres de la rosca, las que marcan la pauta de
las estrofas. Y, llenando la plaza, arropándolo todo, el pueblo cantor cuya presencia
certifica que la manda se cumple como la tradición exige. Y…
entonces, y… desde siempre, cuando nítidas, ineluctables, suenan las campanadas de las doce de la noche y
empieza la madrugada del 20 de enero, día
del martirio de San Sebastián, otro sonido, esta vez, ronco, rotundo,
inconfundible, le gana la partida a las eufonías naturales de la noche serrana. El
ritual ha comenzado. Como polos magnéticos, tamboril y pueblo aúnan sinergias y
como por ensalmo surge la magia de la alborá: Sebastián valeroso hoy es tu día todos te
festejamos con alegría. ¡Con alegría!, repite el niño. Con recaída
lenta y cadenciosa confirman los presentes los últimos versos: ¡Todos te festejamos con alegría! Jarramplas,
como un Sebastián contento de saetas, camina de espaldas, sin perder la cara al
templo; continúan junto a él la devota de la vela, el mayordomo, el niño que
repite y las mujeres de la rosca. El pueblo, observándolo todo, se abre en canal al paso de la comitiva y va incorporándose a ella sin dejar de cantar: A los veinte de enero cuando más hiela sale
un capitán fuerte a poner bandera. Impertérrito, retumba el tamboril callando al viento, ahogando las
voces del agua, convirtiendo los nabos rotos en
susurros dolientes. Se alcanza la primera victoria: se ha vencido al
silencio. A
la par que se eleva al cielo la tercera alborá: Sebastián
se presenta para el martirio, quedando siempre fuerte, firme y tranquilo, Jarramplas
entra en la calle Real. En ella, la cañera de En
el último tramo de la calle, las primeras mesnadas vuelven a la carga con otra alborá: A los veinte
de enero florece un lirio por eso pasa el santo tanto martirio. Las saetas
que portan el eco de los versos llegan tarde al grueso de la tropa que se
incorpora a destiempo o no llegan a la
retaguardia que, desorientada, pelea por su cuenta la alborá,
sin orden ni concierto. Así, no podemos
decir que se pierda la batalla en la calle Real, pero tampoco que se gane: los
desfiladeros nunca han sido propicios para los ejércitos. La
cañera sigue su camino hacia la ermita de Y al
instante, otra flecha sube a las alturas: En
esta lancherita y en este llano… Los últimos expedicionarios que desembocan en la plaza llegan a tiempo. Y otra vez todos juntos, arracimados, reinician
el ataque: En esta lancherita y en este
llano se mantiene la nieve todo el verano. ¡Todo el verano! Repite el niño. ¡Se mantiene la nieve todo el verano! Remata
el resto, pregonando otra victoria. —Para
nevazos los de antes, cuando nosotras
éramos jóvenes —muelen entre sí las
piedras del molino, como afirmando lo
que dice la alborada. — ¡Pero no en el verano! —gritan sin que nadie
les oiga las piedras del pilón de las Lanchas, que sepultadas debajo de las del
molino yacen desde hace muchos años, añorando los días del estío en que
retenían las aguas de la cañera para regar los huertos de los Angómez. — ¡Estas
bailarinas pulidas llevan aquí cuatro días!, como quien dice —continúan
platicando las piedras del pilón —, y
creen que lo saben todo de esta plaza, ¡en esta lancherita en el verano hacía
mucho calor! Sí,
sí, las piedras hablan en esta y en otras
partes del pueblo, pero esta noche no es la más propicia para
escucharlas, no es la noche de las voces de ultratumba. Es la noche del reencuentro con aquel amigo
de la infancia que después de muchos años ha vuelto para reavivar recuerdos, para
encontrase consigo mismo. La noche donde,
a unos pasos, camina cantando las alboradas
la primera novia (o el primer novio) de
la juventud y nos viene a la mente aquel
primer beso que nunca nos dimos, pero
que se quedó pintado para siempre en nuestras caras. La
noche donde vemos a aquel vecino que nos tendió su mano desinteresada en los
momentos duros. Y también, como no, la noche en que algún ser querido, cantando a unos metros de nosotros, aligera el paso en dirección opuesta cuando ve
que nos acercamos…. En fin, la noche
donde las palabras, los gestos, las miradas se muestran tal cual son: en estado
puro. La batalla continúa. Atrás queda el soliloquio de las piedras de la
plaza Lanchas. En la calle Montera, las avanzadillas
de arqueros disparan a la luna llena que
entre nubes cansinas sigue su ruta por el centro del cielo: Le amarraron a un tronco y allí le dieron…Pero
en esta calle ancha, donde en otro
tiempo hubo taberna, carnicería, tienda, escuela y hasta ayuntamiento, el ejército cantor marcha al
completo, casi en formación: toda la que es capaz de llevar un ejército de
leva reclutado para la ocasión. De modo
que recoge las tandas de flechas y al unísono las devuelve al cielo: Le amarraron a un tronco y allí le dieron la
muerte con saetas verdugos fueron. Y
seguro de alcanzar el objetivo ataca de nuevo con otra andanada: Los verdugos le ataron atrás las manos y
luego sus devotas le desataron. Y en ese momento de respiro en que el niño que repite
recoge la última flecha, ¡le desataron!,
para volverla a lanzar, la
memoria se desboca y se planta en la
puerta de la vieja tienda de la señora Esther por donde ve salir a unos
muchachos con una caja de cartón (de las de guardar pana) y, al instante, una máscara pintada con aceitunas robadas en la almazara de Angómez aporrea
un tamboril de lata por las calles aledañas a Montera. Aquellas callecitas del barrio Pocillo que funcionaban como un mundo
aparte; campo y calles eran la misma cosa; el olor a cuadras, a heno seco y a humo de leña se mezclaba con
el de la tierra recién arada de los huertos lindantes. Y los grillos
de la anochecida, los perezosos
lagartos de los primeros soles, las gallinas caseras y los gatos a medio
amaestrar (los gatos nunca son domésticos del todo) eran también usuarios
habituales de aquel entrañable nicho ecológico. La memoria
sigue ocupada en aquellos recuerdos, pero los oídos notan enseguida que
el tamboril de Jarramplas suena con menos intensidad. No se han cansado sus
manos de tocarlo. Ocurre, simplemente, que ha doblado la esquina que comparten
Montera y Estación. Y en esta calle el viento, por leve que sea, no es
caprichoso, no se entretiene, no flirtea con las calles anejas. Como un Bóreas
enamorado acompaña a Estación hasta su
final. Así, el tambor y la primera alborá que suena
en la calle —Todo su cuerpo tiene hecho
una llaga y una mujer piadosa se lo curaba— se oyen con más nitidez, y con
mayor timbre en los huertos del Cotanillo que en
cualquier otro sitio por cercano que sea.
Estación arriba se atempera el paso, se camina contra corriente, aunque la cañera que otrora
corría por esta calle esté soterrada
ahora. El adalid, de espaldas, como siempre, observa desde su privilegiada
atalaya de guía a la gente caminando
apiñada con la mirada puesta en las estrellas pidiéndoles
una nueva flecha. Y éstas, dadivosas ellas, justo donde esquinan Estación y Cánovas
(ahora San Pablo), dejan caer de la bóveda celeste la alborá de la solidaridad: una mujer piadosa llamada Irene le ha metido en su casa y allí lo
tiene. Con silencio calmoso se espera que el niño repita. Y vaya si repite: ¡Y allí lo tiene! Y esa flecha con nombre de mujer penetra en el
corazón de los cantores que se sienten Irene todos a la vez en esta calle larga. Antaño,
la más importante del pueblo; tan
importante que en los días ominosos le
pusieron el nombre de Calvo Sotelo. Hubo en ella tabernas, ultramarinos, carnicerías, posada y
panadería; pero ante todo y sobre todo estuvo saturada de trajines
agrícolas: arados y horcones, vencejos y mimbres, cerezas
y tomates, higos y castañas, y algún
ramo de olivo para rumio de las cabras caseras ocupaban los patios de sus casas
según el ciclo natural de las estaciones. Hoy, muchos de aquellos patios están llenos de tinieblas y se observan escasas luces de vida en
sus ventanas. En esta calle, como en tantas otras del casco
antiguo, se cumple, inexorable, el viejo refrán: En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño. Razón de más para
que resuenen con más fuerza, si cabe, el eco lejano de los primeros pasos,
nunca olvidados, sobre estas piedras centenarias (hoy ocultas por el cemento) junto
a la mujer que me trajo al mundo y el caluroso afecto de aquellos vecinos de
manos callosas y piel cuarteada por la intemperie que con tanto cariño como
firmeza reprendían las travesuras de los
muchachos que empezábamos a perder la
inocencia de la infancia. A
media calle, donde Estación se cruza con San Roque, los arqueros afinan la
puntería, tensan las cuerdas de sus ballestas
y disparan certeros: Ha florecido el
tronco donde te amarran, florece con el fruto de tus espaldas. Pero a estas
alturas del combate, el ejército expedicionario
ya se siente ganador. Algunos de sus efectivos abandonan la formación y
atajando por la misma San Roque o por el Rincón de El
resto de la tropa continúa calle arriba, pero ahora unas saetas van destinadas
a ensalzar las hazañas de aquellos guerreros que se han distinguido en la
pelea: Al niño que repite que le diremos que
el santo bendito le lleve al cielo. ¡Me lleve al cielo! Se repite asimismo el infante, orgulloso por la flecha
de honor que acaban de mandarle sus compañeros. Otras, a recomendar actitudes o
acciones: la mujer de Jarramplas está
dormida y si no se levanta no come migas. Y algunas otras que rememoran
combates de otros tiempos en otros
lugares— En los montes de Italia dicen
que hay guerra, supliquemos al santo que la detengan— dan en el blanco cuando las vanguardias con Jarramplas
al frente toman la plaza del ayuntamiento al tiempo que, en el cielo, la
estrellita del norte se bate en retirada entre las risas del agua de la fuente. Aquí,
en la plaza del pueblo, hoy plaza de España, mientras el ejército se reagrupa y las avanzadillas cantoras reparten nuevos dardos que vuelven a ser arengas de
compromiso con la batalla que se está librando en el momento — En el tronco que fuiste martirizado nació un árbol frondoso y no se ha secado—, el pasado hace nido por aquellas fechas en
que la plaza se llamaba General Mola; y felicidades y miedos chocan entre sí cual
emociones contrapuestas; esta plaza fue
el espacio de libertad de muchas infancias que, como libélulas, jugaban
alrededor de su fuente; la guarida donde se fraguaban aventuras, se soñaban
deseos, se tejían ilusiones… donde los pequeños aprendían de los grandes a leer la vida porque la escuela sólo
enseñaba a leer palabras; donde los muchachos del barrio del Pozo compartían
amistad, casi, casi, el único botín de guerra que poseían. Pero el
trozo de cielo que la cubre no
siempre fue azul, ni brillantes sus
estrellas; las sombras que proyectaban
por aquellos entonces el ayuntamiento y la casa del cura lo impedían. El
tamboril suena en la plaza con eco
lejano. Las manos enguantadas de Jarramplas lo golpean sin tregua en el último
reducto fortificado del recorrido: la calle Fragua. La cañera y la estrechez de la calle impiden que la tropa maniobre a
sus anchas. Desorganizada, casi en anarquía, pelea las alborás
que las mujeres de la rosca, las primeras centinelas, acaban de lanzar al cielo: Sebastian y su hermano forman guerrillas
con la espada en la mano de maravillas… Por los montes de Italia va un capitán y
por nombre le ponen san Sebastián. Pero ya no importa la escaramuza en el
desfiladero de la calle Fragua. Tampoco se presta atención al grito del niño
que repite. El ejército expedicionario se precipita en la plaza de la iglesia presto a
disputar junto a su capitán la primera gran batalla del ritual. El tamboril
toca a rebato. Las vanguardias lanzan la señal de ataque: A la guerra, a la guerra y al arma al arma, Sebastián valeroso venció
batalla !¡Venció batalla!, repite el niño… Todos
a una, con el corazón henchido de alborás, cargan de
nuevo: ¡Sebastián valeroso venció batalla!…Se
hace el silencio. Jarramplas con dos golpes secos de cachiporras sella su
compromiso. El pueblo con vítores y aplausos certifica que la primera batalla,
la batalla boreal, ha finalizado con victoria.
Hace
frío en la plaza de la iglesia. Quedan restos de nieve en los tejados y en las
ramas desnudas del álamo. La luna se peina en el agua de la fuente en cuyos
caños montan guardia puñales de hielo. Los trozos de nabos, desperdigados por el suelo, como los restos
de un naufragio en la playa después de la tormenta, exhalan los últimos olores
de su cuerpo dulzón… y en la campana de la torre suenan roncas, una tras otra,
las horas que marcan las agujas del reloj en su camino hasta la hora del
ángelus, momento de la batalla
definitiva. Pero, esta vez, la hazaña de convertirla en victoria la tendrá que librar Jarramplas solo.
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