Piornal: Corazón de Alborá
 
 

Ángel Prieto Prieto, Sera

Revista Veleílo, diciembre 2010

 

Es un relato onírico, escrito en  una noche de calentura, donde aparecen esparcidas por el texto algunas de las alborás que se cantan  la madrugada del día 20 de enero en Piornal (Cáceres). Es probable  que leídas así no os digan  nada. De modo que os propongo un trato: quitad todo el contexto, lo que sobra. Dejadlas solas, sumadlas después, y sentiréis  multiplicadas las emociones.

 

Suena el viento en el álamo. Y suenan  las voces del agua que a borbollones escapa por los cuatro caños de la fuente. Y se oye, también, el grito rasgado de los restos de nabos, testigos maltrechos de la batalla de la tarde que, esparcidos por el suelo, agonizan al ser aplastados por el gentío que poco a poco va llegando a la Plaza de la Iglesia.  En  el primer plano, mirando de frente a la puerta de la iglesia, está Jarramplas, sin máscara. Detrás, a un lado, el mayordomo, como protegiéndole, le pasa un brazo por encima del hombro.

Al otro lado, una fiel devota (madre, esposa, novia)  porta entre sus manos una vela cuya llamita, zarandeada por la brisa, se pasea por la cara del oferente dibujando un semblante serio, concentrado. Cerca, cerca,  “el niño que repite”, la voz suelta de la polifonía. Pegadas a él, las mujeres de la rosca, las que marcan la pauta de las estrofas. Y, llenando la plaza, arropándolo todo, el pueblo cantor cuya presencia certifica que la manda se cumple como la tradición exige.

Y… entonces, y… desde siempre, cuando nítidas, ineluctables, suenan  las campanadas de las doce de la noche y empieza la madrugada del  20 de enero, día del martirio de San Sebastián, otro sonido, esta vez, ronco, rotundo, inconfundible,  le gana la partida  a las eufonías naturales de la noche serrana.

El ritual ha comenzado. Como polos magnéticos, tamboril y pueblo aúnan sinergias y como por ensalmo surge la magia de la alborá: Sebastián valeroso hoy es tu día todos te festejamos con alegría. ¡Con alegría!, repite el niño. Con recaída lenta y cadenciosa confirman los presentes los últimos versos: ¡Todos te festejamos con alegría!

Jarramplas, como un Sebastián contento de saetas, camina de espaldas, sin perder la cara al templo; continúan junto a él la devota de la vela, el mayordomo, el niño que repite y las mujeres de la rosca. El pueblo, observándolo todo,  se abre en canal al  paso de la comitiva  y va incorporándose  a ella sin dejar de cantar: A los veinte de enero cuando más hiela sale un capitán fuerte a poner bandera. Impertérrito, retumba  el tamboril callando al viento, ahogando las voces del agua, convirtiendo los nabos rotos en  susurros dolientes. Se alcanza la primera victoria: se ha vencido al silencio.

A la par que se eleva al cielo la tercera alborá: Sebastián se presenta para el martirio, quedando siempre fuerte, firme y tranquilo, Jarramplas entra en la calle Real. En ella,  la cañera de la Iglesia, en otro tiempo frontera natural entre los barrios del  Pozo y  las Eras,  hoy dueña y señora del centro de la calle, desliza rauda sus aguas desbordantes y, entre ellas,  como  juguetes rotos, los últimos restos del naufragio que ha producido la batalla vespertina del día 19 en sus alrededores; lo que obliga al capitán fuerte  a realizar equilibrios más que malabares para no caer al agua, y al ejército cantor a ralentizar la marcha caminando casi, casi, en hilera por sus angostas aceras.

En el último tramo de la calle, las primeras mesnadas vuelven a la carga con otra alborá: A los veinte de enero florece un lirio por eso pasa el santo tanto martirio. Las saetas que portan el eco de los versos llegan tarde al grueso de la tropa que se incorpora  a destiempo o no llegan a la retaguardia que, desorientada, pelea por su cuenta la alborá, sin orden ni concierto.  Así, no podemos decir que se pierda la batalla en la calle Real, pero tampoco que se gane: los desfiladeros nunca han sido propicios para los ejércitos.

La cañera sigue su camino hacia la ermita de la Concepción, pero ya no ofrece dificultad. Continúa su curso encajonada por el lateral derecho de la plaza Lanchas, en tanto que las primeras milicias con Jarramplas al frente, de espaldas y tocando a rebato, como siempre, giran a la izquierda directas al corazón de las Lanchas. El grueso de la tropa, como una mancha de aceite que escapa de las ruedas cónicas del viejo molino que presiden la plaza, se extiende por ella, ocupándola toda.  

Y al instante, otra flecha sube a las alturas: En esta lancherita y en este llano… Los últimos expedicionarios  que desembocan en la plaza llegan a tiempo.  Y otra vez todos juntos, arracimados, reinician el ataque: En esta lancherita y en este llano se mantiene la nieve todo el verano. ¡Todo el verano! Repite el niño. ¡Se mantiene la nieve todo el verano! Remata el resto, pregonando otra victoria.

—Para nevazos los de antes,  cuando nosotras éramos jóvenes —muelen  entre sí las piedras del molino, como  afirmando lo que dice la alborada.

 — ¡Pero no en el verano! —gritan sin que nadie les oiga las piedras del pilón de las Lanchas, que sepultadas debajo de las del molino yacen desde hace muchos años, añorando los días del estío en que retenían las aguas de la cañera para regar los huertos de los Angómez.

— ¡Estas bailarinas pulidas llevan aquí cuatro días!, como quien dice —continúan platicando  las piedras del pilón —, y creen que lo saben todo de esta plaza, ¡en esta lancherita en el verano hacía mucho calor!

Sí, sí, las piedras hablan en esta y en otras  partes del pueblo, pero esta noche no es la más propicia para escucharlas, no es la noche de las voces de ultratumba. Es la noche del reencuentro con aquel amigo de la infancia que después de muchos años ha vuelto para reavivar recuerdos, para encontrase consigo mismo. La noche donde, a unos pasos, camina cantando las alboradas la primera novia (o el primer novio) de la juventud y nos viene a la mente aquel primer beso que nunca nos dimos, pero que se quedó pintado para siempre en nuestras caras.

La noche donde vemos a aquel  vecino que  nos tendió su mano desinteresada en los momentos duros. Y también, como no, la noche en que algún  ser querido,  cantando a unos metros de nosotros,  aligera el paso en dirección opuesta cuando ve que nos acercamos….  En fin, la noche donde las palabras, los gestos, las miradas se muestran tal cual son: en estado puro.

La batalla continúa.  Atrás queda el soliloquio de las piedras de la plaza Lanchas.  En la calle Montera, las avanzadillas de arqueros disparan  a la luna llena que entre nubes cansinas sigue su ruta por el centro del cielo: Le amarraron a un tronco y allí le dieron…Pero en esta calle ancha,  donde en otro tiempo hubo taberna, carnicería, tienda, escuela y hasta ayuntamiento, el ejército cantor marcha al completo, casi en formación: toda la que es capaz de llevar un ejército de leva reclutado para la ocasión. De modo que recoge las tandas de flechas y al unísono las devuelve al cielo: Le amarraron a un tronco y allí le dieron la muerte con saetas verdugos fueron.  Y seguro de alcanzar el objetivo ataca de nuevo con otra andanada: Los verdugos le ataron atrás las manos y luego sus devotas le desataron.

Y en ese momento de respiro en que el niño que repite recoge la última flecha, ¡le desataron!, para volverla a lanzar, la memoria  se desboca y se planta en la puerta de la vieja tienda de la señora Esther por donde ve salir a unos muchachos con una caja de cartón (de las de guardar  pana) y,  al instante, una máscara pintada con aceitunas robadas en la almazara de Angómez aporrea un tamboril de lata por las calles aledañas a Montera.  Aquellas callecitas  del barrio  Pocillo que funcionaban como un mundo aparte;  campo y  calles eran la misma cosa; el olor a cuadras,  a heno seco y a humo de leña se mezclaba con el de la tierra recién arada de los huertos lindantes. Y  los grillos  de la anochecida, los  perezosos lagartos de los primeros soles, las gallinas caseras y los gatos a medio amaestrar (los gatos nunca son domésticos del todo) eran también usuarios habituales  de aquel entrañable  nicho ecológico.

La memoria  sigue ocupada en aquellos recuerdos, pero los oídos notan enseguida que el tamboril de Jarramplas suena con menos intensidad. No se han cansado sus manos de tocarlo. Ocurre, simplemente, que ha doblado la esquina que comparten Montera y Estación. Y en esta calle el viento, por leve que sea, no es caprichoso, no se entretiene, no flirtea con las calles anejas. Como un Bóreas enamorado acompaña a  Estación hasta su final. Así, el tambor y la primera alborá que suena en la calle —Todo su cuerpo tiene hecho una llaga y una mujer piadosa se lo curaba— se oyen con más nitidez, y con mayor timbre en los huertos del Cotanillo que en cualquier otro sitio por cercano que sea.   

Estación arriba se atempera el paso, se camina  contra corriente, aunque la cañera que otrora corría por  esta calle esté soterrada ahora. El adalid, de espaldas, como siempre, observa desde su privilegiada atalaya de guía a la  gente caminando apiñada con la mirada puesta en las estrellas  pidiéndoles  una nueva flecha. Y éstas, dadivosas ellas,  justo donde esquinan Estación y Cánovas (ahora San Pablo), dejan caer de la bóveda celeste   la alborá de la solidaridad: una mujer piadosa llamada Irene le ha metido en su casa y allí lo tiene. Con silencio calmoso se espera que el niño repita. Y vaya si repite: ¡Y allí lo tiene! Y esa flecha con nombre de mujer penetra en el corazón de los cantores que se sienten Irene todos a la vez en esta calle larga.

Antaño, la más importante del pueblo; tan importante que en los  días ominosos le pusieron el nombre de Calvo Sotelo. Hubo en ella  tabernas, ultramarinos,  carnicerías,  posada y  panadería; pero ante todo y sobre todo estuvo saturada de trajines agrícolas: arados y horcones, vencejos y mimbres, cerezas y tomates,  higos y castañas, y algún ramo de olivo para rumio de las cabras caseras ocupaban los patios de sus casas según el  ciclo natural de las estaciones.  Hoy, muchos de aquellos  patios están llenos de tinieblas y  se observan escasas luces de vida en sus ventanas.

En  esta calle, como en tantas otras del casco antiguo, se cumple, inexorable, el viejo refrán: En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño. Razón de más para que resuenen con más fuerza, si cabe, el eco lejano de los primeros pasos, nunca olvidados, sobre estas piedras centenarias (hoy ocultas por el cemento) junto a la mujer que me trajo al mundo y el caluroso afecto de aquellos vecinos de manos callosas y piel cuarteada por la intemperie que con tanto cariño como firmeza  reprendían las travesuras de los muchachos que  empezábamos a perder la inocencia de la infancia.

A media calle, donde Estación se cruza con San Roque, los arqueros afinan la puntería, tensan las  cuerdas de sus ballestas y disparan certeros: Ha florecido el tronco donde te amarran, florece con el fruto de tus espaldas. Pero a estas alturas del combate,  el ejército expedicionario ya se siente ganador. Algunos de sus efectivos abandonan la formación y atajando por la misma San Roque o por el Rincón de la Herrería  marchan  a tomar posiciones  en la Plaza de la Iglesia, escenario de la batalla final.

El resto de la tropa continúa calle arriba, pero ahora unas saetas van destinadas a ensalzar las hazañas de aquellos guerreros que se han distinguido en la pelea: Al niño que repite que le diremos que el santo bendito le lleve al cielo. ¡Me lleve al cielo! Se repite  asimismo el infante, orgulloso por la flecha de honor que acaban de mandarle sus compañeros. Otras, a recomendar actitudes o acciones: la mujer de Jarramplas está dormida y si no se levanta no come migas. Y algunas otras que rememoran combates de otros tiempos   en otros lugares— En los montes de Italia dicen que hay guerra, supliquemos al santo que la detengan— dan en  el blanco cuando las vanguardias con Jarramplas al frente toman la plaza del ayuntamiento al tiempo que, en el cielo, la estrellita del norte se bate en retirada entre las risas del agua de la fuente.

Aquí, en la plaza del pueblo, hoy plaza de España, mientras el ejército se reagrupa  y las avanzadillas cantoras reparten  nuevos dardos que vuelven a ser arengas de compromiso con la batalla que se está librando en el momento — En el tronco que fuiste martirizado nació  un árbol frondoso y no se ha secado—, el pasado hace nido por aquellas fechas en que  la plaza se llamaba General Mola; y felicidades y miedos chocan entre sí cual emociones contrapuestas; esta plaza fue el espacio de libertad de muchas infancias que, como libélulas, jugaban alrededor de su fuente; la guarida donde se fraguaban aventuras, se soñaban deseos, se tejían ilusiones… donde los pequeños aprendían de los grandes  a leer la vida porque la escuela sólo enseñaba a leer palabras; donde los muchachos del barrio del Pozo compartían amistad, casi, casi, el único botín de guerra que poseían.  Pero el  trozo de cielo que la cubre  no siempre fue azul, ni  brillantes sus estrellas; las sombras que proyectaban  por aquellos entonces el ayuntamiento y la casa del cura lo impedían.    

El tamboril suena  en la plaza con eco lejano. Las manos enguantadas de Jarramplas lo golpean sin tregua en el último reducto fortificado del recorrido: la calle Fragua. La cañera y la estrechez  de la calle impiden que la tropa maniobre a sus anchas. Desorganizada, casi en anarquía, pelea las alborás que las mujeres de la rosca, las primeras centinelas, acaban de lanzar al cielo: Sebastian y su hermano forman guerrillas con la espada en la mano de maravillas… Por los montes de Italia va un capitán y por nombre le ponen san Sebastián. Pero ya no importa la escaramuza en el desfiladero de la calle Fragua. Tampoco se presta atención al grito del niño que repite. El ejército expedicionario se precipita en la plaza de la iglesia presto a disputar junto a su capitán la primera gran batalla del ritual. El tamboril toca a rebato. Las vanguardias lanzan la señal de ataque: A la guerra, a la guerra y al arma al arma, Sebastián valeroso venció batalla !¡Venció batalla!, repite el niño Todos a una, con el corazón henchido de alborás, cargan de nuevo: ¡Sebastián valeroso venció batalla!…Se hace el silencio. Jarramplas con dos golpes secos de cachiporras sella su compromiso. El pueblo con vítores y aplausos certifica que la primera batalla, la batalla boreal, ha finalizado con victoria.   

Hace frío en la plaza de la iglesia. Quedan restos de nieve en los tejados y en las ramas desnudas del álamo. La luna se peina en el agua de la fuente en cuyos caños montan guardia puñales de hielo. Los trozos de nabos,  desperdigados por el suelo, como los restos de un naufragio en la playa después de la tormenta, exhalan los últimos olores de su cuerpo dulzón… y en la campana de la torre suenan roncas, una tras otra, las horas que marcan las agujas del reloj en su camino hasta la hora del ángelus,  momento de la batalla definitiva. Pero, esta vez, la hazaña de convertirla en victoria  la tendrá que librar Jarramplas solo.

 
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