“La tarde cayendo está…” poetizaba Machado en unos de sus célebres versos. Cuando esto ocurre cada 19 de enero en Piornal (Cáceres), víspera de Jarramplas desde la noche de los tiempos, a muchas generaciones de piornalegos nos viene a la memoria un recuerdo cargado de sensibilidad olfativa producido por el olor dulzón de los trozos de nabos que, como tréboles tras la lluvia, imaginamos esparcidos por las arterias principales del pueblo. De esa manera (hay otras muchas, estoy seguro de ello) interpretamos la realidad de lo que ha ocurrido a lo largo del día. Dicho de forma más prosaica: imaginando el paisaje, deducimos como ha sido la batalla nabal.
Así, las primeras horas del atardecer del día 19 las pasamos recreando las carreras de esquina a esquina para hacer frente a Jarramplas; la persecución de los mayordomos para rajar los nabos más grandes; la subida de Jarramplas a los huertos de la carretera; el traspiés de algún amigo y el cachiporrazo en el brazo (¿verdad Floro?)… Poco importa, pues, que Jarramplas haya pasado o no por las calles imaginadas: toda interpretación de la realidad es ficción por necesidad. Ficción basada en realidades vividas en otros tiempos.
En aquellos años en los que se crecía muy deprisa y para cuando la infancia se nos caía de las manos, muchos niños ya teníamos mirada de adultos. Miradas y manos. Sobre todo manos de adultos: con diez o doce años los muchachos de entonces cogían las guindas de las manos de dios, manejaban con presteza el arado, el palo de varear aceitunas, la azada, la piqueta y algún que otro matacán de los Canchuelos no llegó a roble porque manos pueriles pero expertas lo cortó con la segur de su padre en un abrir y cerrar de ojos. Aquí, como en tantos otros lugares, durante largos años, hubo muchos niños pero poca infancia.
De parecida manera a como cambia el comportamiento de la gente a la caída del sol (Jekyll y Hayde, licántropos…), cambian los sentimientos de las generaciones de piornalegos de las que hablo cuando el atardecer del 19 deja paso a la noche cerrada. La imaginación, los recuerdos se desbocan en tropel en busca de las “alborás”.
Unas veces vienen a la memoria acompañadas de la lluvia cayendo con fuerza, ametrallando los ventanales con rabia y desbordando el reguero de la cañera de la iglesia. Otras veces no llueve, pero el cielo encapotado por la neblina serrana oscurece la noche de tal modo que la luz mortecina, que emitían las bombillas de las calles, miedosa de meterse entre tanta oscuridad, apenas alumbraba unas cuantas yardas. Bueno, en realidad, el miedo era moneda corriente por aquellos entonces. Estábamos tan familiarizados con él, que la vida sin miedo resultaba incomprensible. Teníamos miedo a la escuela, a la iglesia, al ayuntamiento… y a Jarramplas. Y también, cómo no, vienen recuerdos de noches estrelladas, cual mares infinitos de pequeñas velas, extendiendo su velo de plata sobre el pueblo cantor.
Pero cuando las noches blancas llaman a la puerta de la memoria, todas las demás se echan a un lado como si no quisieran contagiarse de su frío. Pero no es eso. No puede ser por eso por lo que se apartan. El frío ha sido por estas altitudes (lo tengo escrito en algún otro sitio) general con mando en plaza. El vecino más popular del pueblo. Todas las noches del 19, pues, conocen a este personaje. Y las generaciones de las que hablo, también. Nosotros sabemos de sábanas heladas como mortajas; de cristales blancos, cubierta su transparencia por armoniosas formas de hielo exterior; de escarcha en el agua de la tinaja de beber; de pies eternamente fríos; de orejas con sabañones… Así, insisto, no puede ser por el frío. Las demás les dejan pasar al lugar preferente de la memoria porque las noches blancas llegan lentas, silenciosas, fantasmales.
Vestidas con porte elegante; maquilladas de un resplandor oscuro que ilumina el entorno. Y como bailarinas caprichosas y sabedoras de sus encantos, juegan con los cantores de las “alborás” proyectando siluetas y atrapando estrofas en los poros de sus mantos níveos. Sólo el tamboril de Jarramplas ronco, rotundo, inconfundible, y la voz prístina del niño que repite escapan vencedores de sus garras de silencios…
Unas y otras noches: lluviosas, neblinosas, estrelladas y blancas forman una amalgama de recuerdos hechos de imágenes que son el sustrato de unión entre el ritual de Jarramplas y las generaciones de las que hablo.
(No caeré en la trampa de pensar que la recuperación de esas imágenes pueda hacerse en términos de estricta pureza. Los tiempos pasados — también lo tengo escrito en algún otro sitio— nunca fueron mejores. Ocurre, simplemente, que algunos somos hijos de nuestra infancia. Y en la mía era necesario recurrir a la imaginación y a la memoria para alimentar el símbolo de enero a enero. Ahora, de un tiempo a esta parte, no hace falta recurrir ni a la una ni a la otra. Lo que ocurre se narra, se ve, se oye, se fija en imágenes, se cuelga en la red… desde el mismo momento en que se produce y se puede volver a narrar, a ver, a oír… cuantas veces apetezca en cualquier lugar y en cualquier momento. Todo se sabe por todos al mismo tiempo. No hay sorpresa posible. Todo el mundo está enterado de como son las máscaras que estrenará Jarramplas. Que itinerarios tendrá su recorrido. Cuantas cachiporras portarán los mayordomos. Por supuesto, los kilos de munición que hay preparados para la batalla. Que tonadillas cantarán las mujeres de la rosca. Y, exagerando un poco, hasta el número de cintas (trapitos de colores) que lleva el traje.
Es imposible sobrevivir en un estado prolongado de realidad. Hasta los símbolos dejan de serlo cuando se hacen cotidianos y previsibles, cuando se sabe todo de ellos. Pasamos buena parte de nuestras vidas soñando, sobre todo cuando estamos despiertos, y, en el caso de Jarramplas, no estamos dejando nada para los sueños).
Cierto es que las “alborás” pertenecen sin discusión alguna a la parte religiosa del ritual. Pero conviene no olvidar que religión viene de “religere”, que significa justamente eso: unión. La unión de la que hablaba antes del largo y probablemente innecesario paréntesis anterior. Las estrofas describen la figura de Sebastian, ensalzan sus hazañas en los campos de Italia o rememoran su martirio amarrado en el tronco; pero no huelen a incienso, huelen a noche mágica, huelen a calle, a comunión en el ágora, a cohesión social.
A la una o una y media de la madrugada cuando terminan las “alborás, en las viejas calles del casco antiguo no queda más que oscuridad, como otra noche cualquiera, desde siempre. Pero en el corazón de los piornalegos se vuelve a avivar la llama de la identidad, de la pertenencia a la comunidad serrana. Las “alborás” consiguen ese extraño fenómeno emotivo que consiste en sentir las estrofas, el ritmo, sobre todo el ritmo (no hablo de armonía musical) que se da cuando muchas gargantas elevan sus voces y en cambio se percibe el latido de un mismo corazón.
   
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