Ángel Prieto Guillén
¿A dónde van los recuerdos perdidos de la infancia? ¿En qué rincón recóndito de la memoria duermen? ¿Dónde estará nuestra visión primera del mundo, la primera alegría, el primer dolor, la primera pena, el primer terror y el primer desengaño? ¿En qué vela se quemó la mariposa de nuestro primer sueño? ¿Qué viento se llevó la primera canción que escuchamos, la primera palabra que salió de nuestros labios, el primer suspiro que exhalamos, el primer color que cautivó nuestra retina y el primer aroma que captamos?. Nos robó tantas cosas el olvido que, al mirar atrás, nos parece erróneamente que la primera etapa de la vida fue feliz y sin complicaciones.
Tuvimos que meter luego tantas cosas en las alforjas de la memoria, que no nos quedó más remedio que arrojar su primer contenido: "¿Hay que aprender la lista de Los Reyes Godos?: ¡Pues a olvidar la emoción de la primera noche de Reyes y el nombre de los primeros amigos!. ¿Las cualidades del agua?: ¡Fuera el recuerdo de nuestro primer baño!. ¿El pluscuamperfecto de subjuntivo de "obedecer" en voz pasiva?: ¡Adiós al primer beso de nuestra madre!. ¿Hay que hacer sitio a ríos, cabos, golfos y cordilleras?: ¡Pues no hay más remedio que desprenderse de la primera nana que escuchamos, del sabor de la primera cereza,, de la primera vez que fuimos conscientes de que teníamos hermanos, del delirio de la primera fiebre y del dolor de la primera inyección! ¿Qué destrozos no causarían "Las Fábulas de Samaniego", "La lista de las preposiciones", "La tabla del nueve", "El principio de Arquímedes" y "La tabla periódica de los elementos"?.
Pero a veces hay recuerdos de ida y vuelta, como restos de un naufragio en el mar de la memoria, juguetes de las olas del tiempo, alternativamente arrojados y barridos de la playa de la conciencia por el ir y venir de las mareas, el discurrir monótono y constante de los trabajos y los días.
Hoy , diecinueve de enero de mil novecientos noventa y cinco, en un momento de reflujo y nostalgia, el mar de la memoria ha dejado a mis pies el recuerdo de la Fiesta de Jarramplas en el Piornal de mis primeros días, cuando me sobraban dedos de una mano para contar los años de mi vida, traído por los ecos de una canción antigua que he escuchado en la radio esta mañana: "A los veinte de Enero, cuando más nieva -o "cuando más hiela", según los caprichos de la meteorología, que la sabiduría popular entiende como nadie de flexibilidades y de tolerancias- sale un capitán fuerte a poner banderas". Y es que la fiesta de Jarramplas se celebra, hoy como ayer, no sabemos desde cuando, que también la memoria de los pueblos está sujeta a la ley implacable del olvido, los días diecinueve y veinte de enero, festividad de San Sebastián, fecha inolvidable prendida en la memoria de cualquier piornalego -viva en Piornal o en Plasencia, en Barcelona o en Móstoles, o en San Sebastián con más motivo- por el imperdible de la vieja canción: "Sebastián valeroso, hoy es tu día. Todos te festejamos con alegría".
¡San Sebastián! ¡Qué Santo! Aún me parece verlo en la iglesia de mi pueblo. No en la iglesia de hoy -tan moderna, tan fría y funcional como una fábrica, donde Dios calla y los santos languidecen de nostalgia, tan distantes, tan altos y tan solos- sino en la antigua iglesia románica de mi infancia, arrasada en los años sesenta por ventoleras de "modernidad ecuménica" mal entendida. Vieja iglesia de cigüeñas, vencejos y golondrinas por fuera -¿A dónde fueron? ¿Qué primavera aciaga perdieron el camino de regreso?-. Y dentro Dios hablando, más que desde el sagrario, desde los mosaicos de cerámica de Talavera: Dios-Niño en el Nacimiento de la capilla izquierda; Dios-Hombre -sangrante, sufriente, agonizante- en el Calvario de la capilla derecha.
Y junto a Dios, los Santos, entonces tan humanos, tan cálidos, tan próximos: San Isidro, labrador como nuestros mayores, con su pequeña yunta guiada por un ángel. San Juan Bautista, "Juanito el de Isabel" en el villancico, patrón de la parroquia, tan crecido y viril ya, con su barba, tan distinto del que pintó Murillo para las estampas de la Primera Comunión, mal vestido con su piel de camello. San Roque, el patrón del pueblo, en actitud coqueta mostrándonos la llaga de la pierna. Don Herminio, el cura, nos decía cada año en el sermón de la misa de su fiesta que San Roque era un "peregrino de Santiago"; pero a nosotros, que ignorábamos qué oficio sería ese, nos parecía más bien un cabrero de la sierra de Tormantos, con su sombrero ancho, su cayado, su zurrón y su perrito.
Santos como Dios manda. Santos de pueblo con su día, su fiesta de guardar con procesión -para que al menos una vez al año se dieran una vuelta por las calles- y su cantar -no sólo para alabarlos. También para no olvidar los mayores y aprender los pequeños sus vidas y milagros-. Y entre todos los santos, San Sebastián: hermoso y joven como un adolescente. Casi desnudo, licencia sólo a él permitida por el señor cura, que a los demás no nos dejaba entrar en la iglesia con manga corta, atado al viejo tronco de un olivo y traspasado por mil flechas. Bueno, quizás no tantas, pero sí las suficientes para despertar en nosotros pena por él y odio hacia sus verdugos. Su himno lo explicaba muy bien: "Lo amarraron a un tronco, y allí le dieron martirio doloroso. ¡Verdugos fueron!".
Con las estrofas del cantar -entonces no había canciones, sino cantares, cantes y coplas- mil veces repetidas en los dos días que duraba la fiesta, y los sermones del señor cura, sin demasiadas variaciones año tras año, fuimos reconstruyendo la vida del santo: Sebastián fue un capitán de la guardia pretoriana del emperador Diocleciano: ¡Santo, capitán y además romano! ¿Se puede imaginar un ídolo mayor para unos niños en unos tiempos en que no existían ni el rock-and-roll ni la televisión? -aunque parezca increíble, en aquel entonces no había televisión y si me pongo a pensar, creo que no la echábamos de menos-.
Nosotros nos lo imaginábamos como uno que venía en un dibujo en la Enciclopedia Álvarez de 2º grado -"intuitiva, sintética y práctica"-. ¡Lástima que lo desnudaran para ejecutarlo!. ¡Habría quedado tan propio vestido de romano en la imagen, con su casco con el penacho como un cepillo, su coraza, su escudo y su faldita corta!. Claro que, por otro lado, habría dado menos pena y despertado menos piedad y devoción, que era de lo que se trataba. Sebastián se convirtió al cristianismo, y empujado por su fe de neófito, se lanzó a predicar y convirtió a su vez a otros personajes influyentes de la corte.
Cuando se enteró el emperador, que era un malvado, le mandó ejecutar, de manera que su muerte sirviera de escarmiento a los soldados de la guardia. ¡Qué difícil nos resultaba perdonar a Diocleciano! Podríamos haber pasado por alto su impiedad e idolatría, comprensibles si pensamos -aunque para nosotros era mucho pensar- que a lo mejor sus dioses de piedra y terracota eran tan hermosos como nuestros santos de madera y escayola. Pero la faena que le hizo a Sebastián nos parecía inadmisible e injustificable, se mirara por donde se mirara: En vez de aplicar una muerte rápida e indolora a quien había sido su colaborador fiel y leal, ordenó que sus propios hombres lo ataran a un árbol y lo asaetearan. Así se hizo, pero el santo no murió. Unos opinábamos que "¡qué verdugos más chapuceros!".
Otros, más agudos o más enterados, aclaraban que, como eran amigos suyos, aunque no podían desobedecer al emperador, "no tiraron a matar". El caso es que, cuando los soldados se marcharon, una amiga suya, "una mujer piadosa llamada Irene", como dice otra estrofa del cantar, se lo llevó y lo curó. En otra, se insiste sobre el particular: "todo su cuerpo tiene hecho una llaga, y una mujer piadosa se lo curaba". De todas formas, de poco le sirvió: Cuando Diocleciano se enteró de que estaba vivo, volvió a ordenar que lo mataran, no sabemos con qué sofisticada técnica de suplicio, esta vez definitiva y eficazmente. Como diría el señor cura, "corría el año 288 de nuestra era" -la verdad es que esto último me lo acabo de inventar. Lo de la fecha no, que lo he buscado en una enciclopedia-.
¿Y qué tiene que ver Jarramplas con San Sebastián? A ciencia cierta, ni lo sabíamos entonces, ni lo sabemos ahora. Sólo sabemos lo que resulta evidente: Jarramplas sale a la calle cada año en honor del santo, en cumplimiento de una promesa, o para agradecer un favor de él recibido. Como el santo, se somete a la furia popular, cubierto con una máscara, que además de protegerlo, oculta su identidad y extirpa en los "verdugos" -sus propios vecinos, amigos e incluso parientes- el más leve vestigio de piedad, escrúpulos o misericordia.
Como él, extiende sus brazos en el grueso tronco del viejo álamo de la puerta de la iglesia para ser "asaeteado" recibiendo sobre su cuerpo una lluvia de hortalizas -según la tradición, los proyectiles han de ser nabos, aunque se admiten sucedáneos no excesivamente contundentes; que al fin, aunque duro, no es más que un juego y como todo juego tiene sus reglas- Así como San Sebastián contó con la ayuda de Irene, Jarramplas cuenta con la de los mayordomos, que lo acompañan en todo momento, lo levantan cuando cae, sufragan los gastos de la fiesta, y velan por el cumplimiento exacto de los ritos y de las tradiciones.
Pero sospechamos que Jarramplas es mucho más: La pervivencia en el subconsciente colectivo de viejos mitos de unos tiempos oscuros y remotos, anteriores quizás a la fiesta de San Sebastián, santificados por la Iglesia con la celebración del martirio del santo. Tiempos de frustraciones, miedos y terrores, que Jarramplas encarna y exorciza. Jarramplas es la maldad y la fealdad que hay que erradicar cada año. La Noche y Las Tinieblas que se repliegan frente al empuje del Día y de la Luz tras el solsticio de invierno. Jarramplas es la "tragedia" -"danza del macho cabrío" en su acepción clásica- que nos lleva cada año a la "catarsis", a la purificación. Es "..El rey de la tribu que debía ser sacrificado cuando terminaba el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad [...] Su sangre se rociaba para que fructificasen los árboles, las cosechas y los rebaños [...] El rey debía ser sacrificado en pleno invierno..." - como dice Robert Graves en el capítulo de los "Mitos Griegos" en que se refiere a los Mitos de la Europa Neolítica.
Pero esto no es más que erudición, racionalidad y vana palabrería de adulto sensato y pretencioso. Cuando éramos niños, no necesitábamos ninguna justificación. Jarramplas era una fiesta que se justificaba por sí misma. La fiesta más emocionante del año, la más nuestra, ya que entonces sólo los niños podíamos tirarle nabos -salvo a la salida de misa, momento en el que los adultos no podían refrenar los impulsos de volver a ser niños-, en la que convivían en una mezcla explosiva el terror y la euforia, el miedo y el coraje, y el deseo insufrible de que ocurriera lo que temíamos -parece ser que, según Kierkegaard, a eso se le llama "angustia"-.
Aún conservo vívido el recuerdo de cuando lo vi por vez primera, cuando Jarramplas entró en mi vida y en mis sueños poniendo rostro a mis más horribles pesadillas. Era tan pequeño, que ni siquiera tenía edad para andar por esas calles de Dios y de mi pueblo, corriendo detrás o delante de él, alternativamente perseguidor y perseguido. Yo estaba viendo trabajar a mi abuelo en su taller, oyéndole cantar o maldecir en función de la docilidad de la madera, la firmeza de su pulso y la precisión del martillo y el escoplo. Mi abuelo era carpintero, como San José: otro santo de mi devoción que, a falta de peana en la iglesia, ocupaba un lugar de honor, entre tablas, virutas y herramientas, en el mencionado taller desde la estampa de un calendario de "El Promotor de La Sagrada Familia".
De pronto, un murmullo creciente que luego fue rumor confuso y después tumulto indescifrable de voces y de gritos de miedo, alegría e histeria -según el emisor, que como dice El Libro, "de la abundancia del corazón habla la boca"- nos atrajo a la puerta con el presentimiento de algo terrible y ominoso. Y allí estaba él, apenas a unos pasos, firme como un árbol bien plantado, desafiando al vendaval de proyectiles no identificados, en mitad de la calle sobre la nieve sucia de pisadas y excrementos de vaca, fulgurante bajo el sol invernal, tenue y rojizo, del poniente que alargaba su sombra, haciéndole parecer aún más enorme e imponente desde mi pequeña estatura.
Flameaban al viento, y al ritmo de la danza infernal que marcaba con su tamboril, las mil cintas de colores que cubrían toda su grotesca indumentaria sin dejar a la vista un resquicio de tela, y el largo mechón cual cola de caballo que remataba el pináculo de aquella horrenda cabezota cónica. ¡Qué cabeza, Dios mío! Ni siquiera la visión de los demonios asándose en el infierno representada en una ilustración de un libro de oraciones de mi abuela era tan horripilante y estremecedora. ¡Aquel ser no podía ser otra cosa que el mismo Satanás, Belcebú, Pedro Botero! El demonio, que "se había hecho carne y habitaba entre nosotros", como el Verbo al que rezaban mi abuela, mi madre y mis tías cada mediodía, y venía a buscarme y a llevárseme, seguramente por repetir alguna de esas palabrotas que a mí me censuraban y no a mi abuelo, que las emitía profusamente cuando perdía los estribos, -o las púas, o el berbiquí, o la garlopa ...-, esas cosas que él extraviaba tan a menudo y luego decía que yo se las quitaba: "¡llevaros de aquí a este joío muchacho que me enrea con tó, cagüen dies!".
La visión me miró, confirmando mi primera impresión: Allí estaban los cuernos, como dos lunas en menguante clavadas en las sienes. La nariz larga y puntiaguda para "olerte mejor". Las cuencas oblicuas y almendradas, negras y vacías, que miraban sin ojos "para verte mejor". Las fauces llenas de dientes y colmillos como los de la sierra de mi abuelo "¡para comerte mejor!". ¿A cuántos niños deslenguados no habría devorado ya?. La parálisis agarrotaba mis piernas. El martilleo del tamboril retumbaba en mi estómago, en competencia con el latir desbocado del corazón en mi pecho, que llegó al paroxismo cuando la pesadilla se dirigió resuelta hacia la puerta del taller. Mi abuelo me salvó en el último momento metiéndome dentro precipitadamente, seguidos de cerca por Jarramplas y un aluvión de nabos que estallaban en ripias, cuartones y puntales con un estrépito ensordecedor.
Después entraron otros hombres que cerraron la puerta con violencia. Por un momento pensé que la furia del mar embravecido de la calle iba a arrancar de cuajo aquel rompeolas protector, pero por fortuna mi abuelo había hecho un buen trabajo, desoyendo el refrán que dice que "en casa del herrero, cuchillo de palo", atendiendo, por contra, a la voz del sabio cuando afirma que "la caridad, bien entendida, empieza por uno mismo". Cuando cesó el martilleo de los impactos sobre las hojas de roble, vi sin querer mirar, desde el miedo cerval y la locura, cómo alguien arrancaba la cabeza de aquel engendro del infierno y cómo de ella ¡Oh, prodigio!, surgía tío Juan Mata, como Pegaso de la de Medusa -pienso ahora-, o como Caperucita y su abuela de la barriga del lobo -pensé entonces-, ¡Como para no creer en los cuentos!. Seguramente se lo había comido antes, y ahora era salvado por los mayordomos, como los personajes de Perrault por el cazador. ¡Qué cara de susto y de fatiga tenía también tio Juan Mata!. ¡Cómo sudaba, jadeaba y me sonreía, con la cara amoratada como un lirio de enero!. La misma cara que, -¡Dios sabe cuándo y en qué otro Jarramplas!- , debió ver el anónimo poeta popular que compuso la estrofa del cantar: "a los veinte de enero, florece un lirio. Por eso sufre el santo tanto martirio".
Mi abuelo sacó su bota de vino, que fue pasando de mano en mano. Mi abuela trajo una bandeja con perrunillas y magdalenas. En el taller reinaba un ambiente de alegría y bullicio, como si estuvieran celebrando algo. Quizás, pensé, el rescate de tio Juan Mata. Después, alguien entonó, y todos los presentes le secundaron, el cantar que marca el rito y el ritmo de la fiesta y recoge la crónica del martirio del santo. Yo, que era la primera vez que lo oía, miraba y escuchaba atentamente presintiendo que era importante guardar y retener todos aquellos misterios en el corazón y en la memoria, para después meditarlos y tratar de descifrar el sentido oculto de los mismos.
Entonces, uno de los mayordomos me miró, y vino hacia a mí con la careta de Jarramplas en la mano. Cuando intentó colocarla sobre mi cabeza, casi me da un ataque. Huí despavorido al fondo del taller, y me oculté tras unas puertas inclinadas y apoyadas sobre la pared, perseguido por las risas y carcajadas de los adultos. ¿De qué se reían? ¡Maldita la gracia que me hacía a mí todo aquel asunto! Sólo salí de mi escondite cuando me di cuenta de que todos se habían marchado y en la calle resonaba de nuevo el eco del tambor y la algarabía de los muchachos. Llegué a la puerta con tiempo para ver a la tumultuosa comitiva doblar la esquina de la Calle de la Fragua, acosando implacables a aquella especie de flautista de Hamelin que los hechizaba con el son monótono de su tamboril.
Yo también sentí el impulso irrefrenable de seguirlos. Sobre el miedo latente, afloraba en mí una nueva sensación de euforia y aventura. La sed de venganza me daba valor. No podía permitir que quedaran impunes las afrentas recibidas un rato antes: El susto que aquel monstruo me había dado y las carcajadas burlonas de los mayordomos. Pero la manaza poderosa de mi abuelo me retuvo por el brazo: "¿A dónde vas tú, saltimbanquis? ¿No ves que todavía eres mu chiquinino? ¡Tú come mucho y hazte grande, y entonces, yo plantaré nabos para que tú se los tires a Jarramplas!". Creo que aquella fue la primera vez que deseé que el tiempo pasara pronto para ser mayor. En el horizonte, el sol lanzaba su último destello desde el Cerro de Las Casas, y después se hundía como una moneda de oro puro en la hucha de un niño rico.
Pero los misterios y arcanos de aquel día de magias y milagros aún no habían terminado. Yo ya estaba en la cama y había recitado todas mis oraciones: "Con Dios me acuesto, con Dios me levanto...", "Jesusito de mi vida, eres niño como yo...", "cuatro esquinitas tiene mi cama...", pero el sueño no venía. Las emociones del día debían haberlo ahuyentado. La fuente de cuatro caños de la plaza donde estaba mi casa repetía inútilmente, incansable y monótona, la misma nana de todas las noches, sólo acompañada por el silencio y las campanadas del reloj de la torre que marcaban una hora incierta, e indiferente para un niño que no sabía contarlas. De pronto, sonidos extraños y ajenos me hicieron comprender que aquella noche no era como las demás.
Primero fue el "tum-tum" del tamboril. Luego, los acordes de la canción que había oído aquella tarde por primera vez, cantada por un gran coro de mujeres y hombres. ¿Estaba soñando, o es que Jarramplas no dormía?. La que sí debía dormir era su esposa, a juzgar por la estrofa que iban cantando: "La mujer de Jarramplas está dormida, y si no se levanta, no come migas". Recuerdo que me pregunté sobrecogido cómo podría haber una mujer capaz de querer a un ser tan horripilante, a no ser que fuera tan horripilante como él. Pero, ¿acaso no tenían también mujer los ogros de los cuentos que me leían mis tías? ¡Aviados estábamos!.
Me levanté y entorné el postigo de mi ventana, como había hecho unos días antes, la víspera de Reyes, cuando me pareció que en el empedrado de la plaza repicaban cascos de camellos -no era más que el mulo de un vecino madrugador, abrevando en el pilón de la fuente-. La tenue luz de una farola se reflejaba en los carámbanos que colgaban de las canales del tejadillo del balcón como puñales de cristal, o mejor, como la hoja del cuchillo que se empleaba para degollar al cerdo en la matanza, que entonces yo no sabía lo que era un puñal.
Antes de seguir adelante, es preciso aclarar al lector joven, para que comprenda mi visión del mundo aquella noche, que entonces ya había luz eléctrica en mi pueblo. Pero el pequeño generador, situado en el charco de El Calderón, que hacía de presa, en la garganta que aún hoy llamamos "Garganta de La Luz", no daba para mucho: Una sola bombilla en cada casa, con un cable largo para llevarla y traerla por las distintas dependencias, y una sola bombilla en cada esquina, que así alumbraba a dos calles a la vez, que no estaban los tiempos para derroches, y tampoco era grande la necesidad, que como buenos cristianos y buenos labradores hacíamos realidad cada anochecer el refrán que dice que "a las diez, en la cama estés", única forma de poder hacer también realidad cada amanecer aquel otro que afirma que "a quien madruga, Dios le ayuda". Pero aquellas pobres y humildes bombillas no podían competir con tanta oscuridad, sino más bien acentuarla poniendo un contrapunto mortecino a las tinieblas de "las noches sin luna de Capricornio", sembrándolas de halos fantasmales, distorsionados por el vaho que la respiración entrecortada y agitada de los niños curiosos e insomnes dejaba en los cristales de las ventanas.
Aquella noche yo vi, a través del vaho de mi ventana, un ejército de fantasmas presididos y guiados por Jarramplas -ahora sin la máscara-, alumbrados por pequeños faroles y cubiertos con mantas y capotes de campo. La canción sonaba ahora lúgubre y solemne. Mi miedo remitió cuando vi a mis padres en el balcón. Además, parecían alegres y contentos: Nada podía ser demasiado terrible si mi madre sonreía.
El misterio de aquella noche dejó de serlo para mí cuando hubieron pasado algunos años que mi abuelo iba deshojando mes a mes en nuevos y sucesivos calendarios de los que sólo permanecían las estampas, y muchas rondas por debajo de mi ventana. Rondas de quintos: "los que se van a la guerra, voluntarios y forzosos. Esta calle la rondan los mozos". Rondas de boda: "Ten cuidado con la novia cuando se vaya a acostar, no se caiga de la cama que es un vaso de cristal". Rondas de la fiesta del patrón: "Ya viene San Roque, el pijotero, a llenarnos la casa de forasteros". Rondas de toros y capeas: "Echa una suerte al toro y otra a la vaca, y otra por mi morena que está en la plaza. La vi llorando".
A pesar de ser uno de mis más admirados poetas, no puedo estar de acuerdo con Machado cuando afirma que "cantares son sólo los de Andalucía": La voz del pueblo le contesta adecuadamente con aquella estrofa de un cantar muy nuestro que dice: "La ronda va por la calle, no va ningún andaluz, que son todos extremeños. ¡Llevan la sal de Jesús!". Cada pueblo tiene sus fiestas, cada fiesta su víspera, cada víspera su ronda y cada ronda su cantar. El mío es un pueblo que sabe cantar. Lanzar al viento un lamento, una pena, una alegría o un deseo oculto en cada estrofa. El alma de cada pueblo se desnuda en sus cantares a ritmo de almirez y de guitarra, caldero y tamboril.
Para saber cómo somos, qué amamos, qué odiamos, qué deseamos o qué tememos, basta con escuchar y meditar sobre lo que cantamos. Si es verdad, como afirma Phil Collins, que "Las canciones -de autor- son demostraciones contundentes de sentimientos personales", también lo será que los cantares populares y anónimos, forjados en el crisol del tiempo, transmitidos de generación en generación, son "demostraciones contundentes" de sentimientos colectivos. Las rondas de mi infancia, rompiendo con sus cantares la monotonía del eterno cantar de los cuatro caños de la fuente de la plaza, me enseñaron quién era yo, de dónde venía, dónde vivía y a dónde quería ir. Porque un pueblo, no es sólo un lugar geográfico en un mapa.
Un pueblo es un espacio anímico y espiritual hecho con los jirones de las almas de los que se fueron, cosidos con el hilo de los cantares. Algún día nos pedirá que contribuyamos con un retal de la nuestra a que el tapiz siga creciendo, para cubrir y cobijar los sueños de los que vendrán cuando nosotros nos hayamos ido. "¡Qué lástima que yo no tenga comarca, patria chica, tierra provinciana!", cantaba León Felipe. ¡Qué lástima de los apátridas, de los desterrados, de los refugiados, de los emigrantes...! ¡Qué lástima de todos aquellos que, contra su voluntad, se vieron arrancados del corazón de tierra de su pueblo! ¡Qué lástima de los que sólo viven para el recuerdo y la añoranza! ¡Qué lástima de los que cantan solos los viejos cantares desde el olvido y la distancia!
La ronda del día de Jarramplas forma parte de "Las Alborás", que es para muchos la parte más mágica, misteriosa y ancestral de la fiesta, sazonada por el embrujo de la noche y el arcano de los cantares. También lo era -y lo seguirá siendo, supongo- para los niños, a quienes nos estaba vedada: Al no poder presenciarla, teníamos que recrearla -corregida y aumentada- a base de fantasía e imaginación.
Parece ser que, desde el punto de vista cristiano del asunto, "Las Alborás" conmemoran la noche que Sebastián, malherido y agonizante, pasó en casa de Irene mientras ésta le cuidaba, consolaba y velaba, entre el día del martirio y la ejecución definitiva. La víspera de la fiesta, también Jarramplas vela, acompañando al Santo en su sufrimiento y soledad, preparándose para su propio martirio, que tendrá lugar al día siguiente a la salida de misa. Y junto a Jarramplas, los mayordomos, amigos, vecinos y curiosos. Las horas discurren lentas y solemnes. Se canta para ahuyentar el sueño y las penas. Se bebe vino y aguardiente, acompañados de dulces caseros, para olvidar el frío y la tristeza. Se reza para espantar a los malos espíritus. Se ronda para hacer partícipe a todo el pueblo del acontecimiento y para alimentar las fantasías de los niños que observan y escuchan desde detrás de los cristales empañados de las ventanas. Al filo de la media noche, migas para todos, para templar los ánimos y apuntalar al cuerpo, sobre todo al de Jarramplas. Que, "aunque el espíritu es fuerte, la carne es débil", los nabos duros, el blindaje del traje pesado, y la máscara asfixiante.
Y así hasta el alba o el albor -de ahí el nombre de "alborás"- del día veinte de enero, deseando y temiendo que llegue el sol, y con él, el cáliz agridulce que tendrá que apurar hasta las heces: La procesión con sus cohetes, cuyo recorrido hará de espaldas, precediendo y dando la cara a la imagen del santo que portan los mayordomos. El repicar alegre de las cuatro campanas en la torre a los vientos de los cuatro puntos cardinales. Las gargantillas, guardapieses y pañuelos de mil colores de los trajes típicos de las mozas. Los bolsillos preñados de amenazas y nabos, de los niños -y no tan niños-. Y tras la misa mayor, cuando las mozas entonen la última estrofa del cantar -"¡a la guerra, a la guerra, y al arma, al arma!..."- y todo el pueblo salga en estampida de la iglesia a tomar posiciones frente a la puerta grande por la que habrá de salir él, "sólo ante el peligro", llegará el momento de la verdad, la prueba del valor.
No podrá dudar ni vacilar. Sabe que sin él no habría fiesta. Mirará al Santo por última vez y le pedirá un poco de su fuerza y su coraje: "¡Va por ti!". Y se echará a la calle como un toro, golpeando con fuerza el tamboril, para que todos sepan que él es Jarramplas, que va a soportar el martirio con entereza, que los "disparos" no le harán retroceder, que bailará su grotesca danza en la plaza de la iglesia, alrededor del álamo, sobre el pretil de la fuente, en medio de la lluvia de proyectiles, hasta que los cinco mil kilos de nabos -o los que queden del día anterior- se reduzcan a papilla contra su cuerpo, contra las columnas del pórtico, contra el tronco del árbol totémico, contra la torre, la fuente y el crucero. Hasta que los brazos cansados de los verdugos no tengan nada que lanzar y estallen en una ovación atronadora, otra vez brazos de amigos y vecinos y no de ejecutores, le quiten la máscara, le abracen y feliciten emocionados y orgullosos de él, diciéndole que ha estado a la altura de otros que le precedieron, y que incluso ha superado a algunos: "Consumatum est".
Todo eso pensará Jarramplas la noche de Las Alborás, mientras los niños sueñan con una tribu perdida en la noche de los tiempos, en la infancia de la humanidad, en una lóbrega caverna , cantando y danzando en torno a una hoguera que no puede competir con tanta oscuridad, sino más bien acentuarla poniendo un contrapunto mortecino a las tinieblas del fondo de la cueva, sembrándola de halos fantasmales, distorsionados por el humo de la lumbre. Una tribu perdida, dedicando sus ritos misteriosos y terribles a dioses o demonios cuyos nombres y atributos sólo perduran en un rincón hermético de nuestro subconsciente colectivo, que conocemos mientras soñamos y olvidamos al despertar.
Preside la ceremonia alguien que oculta su fisonomía bajo una horrible máscara y una peluda piel de oso, policromada con sangre, lodo y carbón. En medio, junto al fuego, firme y majestuoso. Marcando con su tamboril el ritmo de la danza infernal. De pie como un árbol bien plantado, la luz tenue y rojiza de la hoguera alargando su sombra le hace parecer aún más enorme e imponente desde la pequeña estatura de los que sueñan: Es el rey que dejará de serlo al día siguiente. Aquel que morirá para que todos vivan, recibiendo el homenaje de gratitud y admiración del clan. Aquel que es el símbolo de la fertilidad . Aquel con cuya sangre se rociarán para que fructifiquen los árboles, las cosechas y los rebaños: "¡Ecce homo!".
Vivimos en un mundo que encoge. Caen barreras. Acortamos distancias. Somos ya miembros de la "aldea global". Ciudadanos de la Tierra. Nos conmueve el sufrimiento de hombres y mujeres que malviven -o malmueren- al otro lado del planeta. Hombres y mujeres cuya existencia misma desconocían nuestros abuelos, con los que nosotros nos sentimos hermanados. Nos subleva la sangre derramada, el hambre de pan y la sed de justicia de muchos semejantes. Ya no es posible permanecer felices en la ignorancia del dolor ajeno. Es inútil tratar de levantar nuevas barricadas con los escombros de los muros que caen para evitar que la miseria de los otros, de la que, en mayor o menor medida, todos somos responsables, nos contamine y nos manche. Y eso es bueno. Es bueno que el alma se conmueva hasta la náusea con tantas guerras, hambres y genocidios, y la conciencia grite "¡Basta ya!. ¡Algo hay que hacer!. ¡Algo hay que hacer y pronto! ¡Y pronto!"
Pero vivimos también en un mundo cada vez más gris y monocorde. Un mundo de colores desvaídos, sin más contrastes ni matices que los que marcan los límites entre el derroche y la miseria, el consumismo incontrolado y la carestía más absoluta, los regímenes de adelgazamiento y la malnutrición más lacerante. A este lado de esos límites, "todo es
desechable y provisional" (Serrat), superficial y caduco, vano y pasajero, mimético y reiterativo: Cantamos las mismas canciones, comemos la misma "comida-basura", bebemos los mismos refrescos, vestimos los mismos "vaqueros", vemos el mismo cine o televisión, leemos los mismos libros, adoramos a un mismo becerro de oro en torno al cual danzamos al ritmo que marca la batuta de "Gold Street". Rechazamos lo que no comprendemos, despreciamos lo que no se puede reducir a una ecuación matemática, medimos la memoria en "bites", el entendimiento, en grados de coeficiente intelectual, y la voluntad y valía de los hombres en términos de productividad, competitividad y agresividad. Y eso es malo. Es malo renunciar a lo que nos distingue, vestir al mundo con un uniforme de mediocridad, rechazar lo nuestro "por viejo" y ensalzar todo lo que nos viene de fuera sin más criterios de calidad que la mera novedad.
La Tierra es una y única, y una es la Humanidad, pero ha de serlo desde la diversidad. Aportando cada pueblo su timbre y su instrumento a la sinfonía común, su banda de color al único arcoiris, el agua de su río al océano inmenso donde se funden todos los anhelos, todas las miserias, todas las esperanzas, todos los sufrimientos, todas las alegrías, todos los llantos, todas las risas, todas las lenguas, todas las razas y todas las religiones y costumbres. Una es el agua, pero muchos los manantiales de donde brota. Uno es el aire, pero muchos los puntos de la Rosa Náutica que marca el origen de los vientos. Una la tierra, pero muchas las montañas, llanuras y valles que la forman. Uno el fuego, pero muchas las hogueras que calientan millones de hogares. Uno el firmamento de las noches de enero, pero incontables las estrellas que la pueblan. Uno el Origen y el Destino, pero infinitos los caminos por donde discurre la Vida, la única Vida, que se manifiesta en millones de criaturas.
Somos los hombres y los pueblos como árboles bien plantados, ansiosos de luz y de infinito, formando un único bosque en las alturas, con sus copas. Pero hundimos las raíces en la tierra. Las raíces que nos nutren y sustentan, en nuestra tierra. Tierra cálida, oscura y húmeda como el útero del que provenimos. La Tierra donde germinan las semillas y se asientan los cimientos de las casas, los templos, los parlamentos, los juzgados, los hospitales y las escuelas. Tierra poblada de raíces profundas de todos los pueblos y de todas las etnias, raíces que buscan los orígenes, se hermanan y se trenzan, en una raíz única, en el mismo corazón de fuego de la Tierra.
La vieja Tierra, "amasada con polvo de estrellas" (Karl Sagan), abonada con cenizas de otros soles y de otros planetas ya extinguidos. La vieja Tierra que da a luz la vida, las culturas, los cantares y las fiestas. Fiestas como "Jarramplas" en Piornal, "El Pero-Palo" en Villanueva, "Los Escobazos" en Jarandilla, "Las Carantoñas" en Acehúche, "La Encamisá" en Torrejoncillo, "Los Empalaos" en Valverde de la Vera... Fiestas que nos distinguen y definen nuestras esencias, que alimentan nuestros sueños, que traen a este mundo gris y racionalista, desde el fondo de la tierra, un soplo fresco de color y fantasía y nos hermanan, en una Fiesta única y multitudinaria, con todos los pueblos de la Tierra, compartiendo con todos los hombres el pan, la sal, el vino, la alegría de vivir, el consuelo de tantos dolores y el descanso de tantas fatigas.
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