Juan Miguel Collado Campos
En las siguientes líneas vamos a intentar desentrañar el misterio que habita la Sierra de Tormantos cada 20 de enero. Todos los años por las calles de Piornal hace su aparición con este día una imagen legendaria: la cabeza, con unos enormes cuernos cerrados, que casi tocan en sus puntas; la nariz, desfigurada, se diría que monstruosa; toda la máscara, rematada en su parte más elevada por unas crines de caballo; el traje, abigarrado, con cintas de diversos colores que lo cubren casi por completo. Estamos, no cabe duda, ante un vestigio, más propio de una pesadilla que de una fiesta extremeña.
Sólo salir a la calle desaparece bajo una lluvia de nabos, que en algunos momentos con singular furia le arrojan los concurrentes al acto festivo. Se escucha, a veces tímidamente entre los impactos de los proyectiles, el toque de tambor, sostenido por unas correas que se cruzan por los hombros. La bestia -que eso parece- se mueve por la plaza de la Iglesia de San Juan de un lado para otro, haciendo alguna incursión por las calles contiguas, para volver enseguida de nuevo a la plaza, que alberga la mayor cantidad de nabos arrojados por los participantes en el apedreamiento.
Sabemos que esta tradición, probablemente deudora de ritos ancestrales, como a renglón seguido trataremos de demostrar, está profundamente arraigada en el espíritu de la localidad, pues ésta surgió de los asentamientos de ganaderos, que levantaron sus chozas de entre los piornos buscando los pastos con los que alimentar a su principal medio de vida: las ovejas. Seguramente en esta búsqueda va a originarse la situación problemática que dará vida a este auténtico ritual cada año.
El progresivo ascenso de los asentamientos ganaderos a través de la sierra, con el fin de hallar mejores prados, propicia las correrías y masacres entre las ovejas de un inesperado protagonista, el temido depredador que "jarramplaba" con todo animal que encontraba a su paso. La presencia amenazadora de este mamífero carnicero desde tiempos inmemoriales, sustenta la tradición atávica entre los piornalegos y engendra la deforme y abigarrada bestia con la que nos encontramos en nuestros días, correlato patente del legendario lobo de la Sierra de Tormantos.
Ya ha sido suficientemente resaltada la traza animal y demoníaca del misterioso personaje que da nombre a la festividad. No lo ha sido, sin embargo, hasta este momento el hecho de recordar ritos milenarios, como el lanzamiento de diferentes frutos de la tierra -tomates, naranjas, harina, etc.- para potenciar de esta manera la fertilidad de la tierra y la fecundidad de los campos. Es realmente interesante descubrir que tras la concepción demoníaca de Jarramplas, que así se denominó a la imagen, como encarnación del espíritu del mal, portador de la infertilidad, en definitiva, se esconde la seria amenaza económica para los pastores de Piornal, que veían puesto en peligro su medio de vida... cuando no su propia vida! El culpable: el lobo; su reencarnación: Jarramplas.
La tradición piornalega asume e integra de manera ejemplar el sentido profundo del rito prehistórico, elevando a la categoría de mito y leyenda la figura pérfida e imprevisible del carnicero errante, que vaga por el valle y por las faldas de Tormantos cual Jarramplas por la plaza y por las calles de Piornal.
Y llegados a este punto de nuestra exposición surgen irremediablemente múltiples
interrogantes, pero sobre todo y esencialmente: por qué una figura tan maligna recibe por parte de la propia jerarquía eclesiástica un trato tan privilegiado? No olvidemos que Jarramplas, de espaldas al pueblo, da la cara al santo en la procesión de San Sebastián; incluso entra en la Iglesia y ocupa en todo momento una posición preeminente; es más, con el repique de su tambor culmina la misa en el canto de la "rosca". La interpretación religiosa del acontecimiento transforma, una vez más, el sentido primigenio del rito y añade una nueva dimensión semántica.
El correlato del lobo, robador del ganado, sería en este caso un ladrón que, convencido de sus intenciones, fue sin embargo, descubierto y perseguido por los lugareños y, al parecer, encontró en la Iglesia su único refugio. Sirviéndose de la anécdota, el ministerio eclesiástico asocia el latrocinio a su posterior martirio -por eso para los piornalegos ser Jarramplas es, entre otras cosas, cumplir con una promesa- y sitúa su arrepentimiento bajo la protección de San Sebastián, santo del s. III que fue asaeteado y muerto a latigazos en la época de Diocleciano, por no renegar de su fe cristiana.
El aprovechamiento de la festividad del Jarramplas por parte de la Iglesia y su inserción en la tradición cristiana no son menos acertadas, no cabe la menor duda, que la integración y asunción del rito ancestral por la propia festividad.
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